sábado, 2 de abril de 2011

EL TENDÓN DELATOR por RAÚL GARCÍA CASTÁN

Ondorengo lerroetan Raul Garciak argitaratutako azken artikuloa daukazue. Bereziki lesionatuta zabiltzon guztioi eskainia: Natxo, Santi, Iñaki... y a todos los que caerán o caeremos en el camino.

Palpita el nervio enfermo casi con vida propia, anunciando, como el corazón delator de Poe, su soterrada presencia en las anatómicas profundidades de mi pie. Bordonea el bordón dolorido del tendón su música sorda en el pentagrama de mis ligamentos.
Una lesión es un grillete de dolor que nos encadena invisiblemente a la inactividad forzosa, al descanso aborrecido; aborrecido no por descanso, claro, sino por forzoso, como todo lo que deviene en contra de la propia voluntad. Semáforo en rojo dentro de nuestro propio cuerpo, la lesión nos convierte en su inmóvil muñeco rojo, cuando nuestro anhelo máximo en esa tesitura es ser el otro, el muñeco verde y andarín.
Una lesión es un naufragio -como ya tengo escrito por ahí- que nos ahoga en un mar de dudas existenciales respecto a su condición y su origen y su incierto devenir, poniéndonos un pelín Gauguinianos: ¿Qué es?, ¿De dónde viene?, ¿Adónde va?...
Una lesión es el triunfo de la duda sobre la invulnerable determinación de la Fe. Una lesión no te derrota, no te doblega, sino cuando inocula en tu voluntad el virus de la incertidumbre. Una lesión te vence cuando te convence, al fin, de que no eres inmortal.
La lesión es, en definitiva, el purgatorio donde el deportista paga por sus excesos físicos, que no tienen nada que ver, salvo la coincidencia en el nombre, con los excesos físicos al uso entre el resto de los mortales, que van por otros derroteros. Despreciar los límites humanos jugando a ser un semidiós tiene sus riesgos, cuando solo se es, en realidad, un ídolo con pies de barro.
Los fisioterapeutas, actualísimos hechiceros de la tribu, me aplican sus informatizadas brujerías, tratando de exorcizar el demonio del dolor invocando monitorizados conjuros ultrasónicos, aplicando mágicos ungüentos y bálsamos de fierabrás con sonoros nombres en inglés y olor a fresca menta, o descargándome la electrizante energía del rayo mediante controlados calambres, como en un miniaturizado corredor de la muerte que diera vida al corredor, paradójicamente; y donde el reo no es un fornido negrazo de Oklahoma vestido de naranja y sentado en la silla postrera y fatal, sino un escuchimizado blancucho de La Granja tumbado en una camilla más o menos confortable.

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